Renato Ucía nunca se retiró demasiado lejos del lugar donde nació.
Necesita sentirse arraigado, le gusta saber que sus raíces pertenecen a un lugar en particular. A un lugar definido. No le entusiasma alejarse, tal vez porque no conoce con total seguridad lo que puede encontrar más allá.
No es fácil definir a Renato Ucía. Nació una madrugada de invierno, los ojos abiertos, grandes, verdeazules, redondos, estáticos, asustaron a su padre, en cambio su madre se sintió feliz por haber tenido otro hijo, y porque había experimentado un parto fácil, casi sin dolor, el mejor, como a ella le gustaba contar.
Renato se acostumbró a dormir sobre el pecho de su madre y muchas noches, se oía un golpe que resonaba en toda la casa; era Renato que se había caído. La madre estaba acostumbrada a esa manía de su hijo pero no por eso dejaba de asustarse y con mucha delicadeza y mimos, lo recogía en sus brazos y lo amamantaba hasta que otra vez se quedaban los dos dormidos.
La unión madre-hijo, sencilla, natural, necesaria, se fue escondiendo a trozos, por la dictadura paterna que le fue arrebatando esa sensibilidad que posee todo ser humano capaz de enseñarla en público sin sentir bochorno. Así es como Renato Ucía creció escondiendo sus emociones y acatando la absurda y repugnante prohibición de no llorar tan sólo por ser varón, hasta el punto que en su corazón se fueron formando grietas que confundían a las venas, que no sabían si la sangre tenía que subir o bajar, creando diminutos y espesos cristales como gelatina de frambuesa.
Cuando llora, aún hoy, lo hace en secreto, derramando litros de brillos opacos como la niebla, tristes como el humo...
Se ha acostumbrado a usar su coraza emocional para no diferenciar el tiempo de reír o de llorar.
Tal vez nunca nadie sabrá de sus heridas, de sus alegrías verdaderas, de sus emociones guardadas desde hace mucho tiempo, de sus culpas, del perdón a si mismo que se le escapa...