Había una vez una niña a la que no le atraían demasiado los números. Todos los dias se preguntaba ¡qué podía hacer!, ¿cómo podría transformarlos? para que fueran más atractivos. Quería que los números se emanciparan, que tuvieran vida propia, que jugaran al escondite, que salieran de su estancamiento, de la rutina, que jugaran, que se estremecieran de alegría, de tristeza, de amor, que se miraran a los ojos, que supieran que la vida es de muchos colores, que existe la esperanza, también la envidia, que la risa es algo genial, pero también existen las lágrimas; que hay invierno y verano y que la primavera y el otoño son un poco caprichosos.
Ella, no dejaba de observar la rigidez del 1 y el 4, o el zig zag del 8. Entonces buscó unos papeles de colores brillantes que su madre guardaba entre las hojas de un libro y que tiempo atrás habían sido envoltorios de ricos bombones, casi todas las hojas de áquel libro tenían un papelito brillante de aquellos como si fuesen espejos en miniatura.
La niña, con mucho cuidado empezó a poner números en los bellos envoltorios, en cada uno ponía dos números apretaditos para que entraran en calor y empezaran, despacito a sentir las vibraciones de la vida. Ella estuvo muy atenta todo el tiempo que duró aquel experimento y cuando poquito a poco empezó a desenvolverlos, se dio cuenta de que algunos de ellos se habían teñido con el color del papelito con el que los había envuelto y tenían un suave olor a chocolate; se habían convertido en pequeños espejos sin perder su origen, seguían siendo números, ya no se darían más la espalda, sus vidas estarían siempre llenas de color y de sabor.
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