Águeda Gold pertenecía a una familia donde la creatividad y la libertad no estaban reñidas con el estricto protocolo al que la habían obligado a practicar desde niña, aunque ella como las letras que no pronunciaba al hablar se lo comía muchas veces. Tenía la costumbre de lucir la piel maquillada desde que aprendió a hacerlo. De madrugada, se ponía colores brillantes en los párpados, y las mejillas, iguales a dos manzanas llenas de caramelo. Así se paseaba durante horas bebiendo y oliendo el sabor de la noche hasta que su piel quedaba tan fría como nunca antes la había sentido. En el camino de vuelta, empezaba a quitarse la ropa, lo primero eran los calzones fascinantes y escuetos, lo hacía con vehemencia, con descaro y cuando estaban en el suelo los pisoteaba, los abandonaba y empezaba a correr como loca por las calles húmedas y anchas dando brincos y haciendo volar la falda por encima de sus caderas que también abandonaba a la luz del primer farol que encontraba. Seguía corriendo, gritando, revolviéndose el pelo, tarareando alguna canción que aprendió en la escuela. Una noche, cuando ponía en práctica toda su creatividad, observó a lo lejos una luz de la que caían chorros de resinas multicolor, apuró su paso más y más impulsada por la curiosidad, la luz se alejaba pero las resinas se quedaban en el lugar. Cuando pudo llegar tocó los colores resinosos, gomosos, pero con cierta firmeza y decidió utilizarlo como percha, terminó de desnudarse, se mojó las manos con la humedad de la noche, se quitó el maquillaje. Águeda volvió a su casa completamente desnuda, satisfecha, sorprendida, se pellizcó las mejillas y un aroma dulzón la devolvió a la realidad familiar. Hasta la siguiente madrugada. |
No hay comentarios:
Publicar un comentario