Las mañanas de Semana Santa siempre habían sido soleadas y ventosas pero aquel año el frío y la lluvia aún seguían imponiéndose. Agustina Sanmartín decidió buscar un destino mas tropical pero tradicional en cuestiones religiosas. Encontró una pequeña ciudad en unas islas del Atlántico y allí se fue con todo un cargamento de libros sobre Santos verdaderos y otros, a los que no les alcanzó el tiempo para serlo. Agustina estaba encantada hasta la ciudad tenía un nombre que le iba perfecto a esas fechas, "Las Santas". Las Santas tenía más rasgos de pueblo que de ciudad pero eso no importaba. Los campanarios de las iglesias se engalanaban con colores brillantes para llamar la atención de la gente pero en su interior todo era austero, silencioso, el público acudía con calzado especial para no hacer ruido y muchos entraban descalzos, agarrados de las manos en un acto de unidad interior. Agustina llevaba puesto un traje blanco, un collar de amatista y plata, sandalias de corcho y cuero blanco; en las manos un rosario antiguo que había pertenecido a su abuela y el pelo recogido. Como único maquillaje, los restos que habían quedado en sus labios al lamer una cucharada de miel antes de salir. Visitó varias iglesias, cada una tenía su particularidad. En la ciudad de Las Santas nadie era ajeno a los días de los Misterios de Jesús, hasta los niños hacían dibujos y confeccionaban muñecos con mucha dedicación, recitaban, cantaban en coros sobre tarimas altas para que se les escuchara con claridad. Agustina Sanmartín presenciaba todo con gran asombro y devoción y pensó que nunca había estado más acertada en la elección de un viaje. Antes de que el día terminase se dirigió a la iglesia más pequeña de la ciudad que todos conocían como "La chiquita de plata". Sus dimensiones eran tan escasas que solamente cabían trece personas. Las paredes estaban cubiertas con monedas de plata que se habían encontrado en el fondo marino dentro de cofres, sueltas, muchas oxidadas o mordidas por los peces. Con las monedas habían formado cruces, ángeles y con otras, lámparas regias que iluminaban la fachada. La chiquita de plata tenía las puertas abiertas de día y de noche, Agustina aprovechó para examinar esa reliquia que había sido construida a finales del sigloXV sobre un terreno de tierra gruesa y oscura que nunca se vendió porque decían que aquel terreno tenía pinta de ser muy bendito y que sería para edificar algo grande. Los habitantes de Las Santas sabían cuando algo era bueno o malo. Agustina se sentía cansada, su traje blanco estaba ya polvoriento, el collar de amatista se le pegaba a la piel húmeda pero aún así decidió continuar con la visita. Se daba cuenta que la construcción era una obra de arte, la cúpula central en forma de pirámide, atrapaba la luz del sol de tal manera que al reflejarse en la tapicería las monedas parecían diamantes. El altar era rectangular con un círculo en el medio que sobresalía unos centímetros para elevar la posición del Libro Santo. Agustina se preguntaba porqué algo tan bello y que ofrecía tanta calma, estaba tan lejos de su casa. Le rondaba una idea, pero no quería... no...no, sería una locura, otra más... Volvió al hotel con cierta prisa. Entre los libros de santos verdaderos había uno al que le tenía mucha fe, sus creencias religiosas eran fuertes y de hondos cimientos, ese libro lo había heredado de su abuela como el rosario, lo abrió así, sin pensarlo mucho, en la página 29 decía:"alienta tu espíritu", no era la respuesta que esperaba pero quizá más adelante entendería... Lo cierto es que Agustina Sanmartín necesitaba paz interior y La chiquita de plata tenía ese aliento, esa paz, esa luz. En esto pensaba cuando de sus ojos empezaron a brotar destellos violetas y lágrimas con aroma a dalia, la flor preferida de su abuela, así estuvo un largo rato, comprendió que la respuesta de la página 29 era la correcta porque como en otras situaciones excepcionales de su vida el aroma a dalia salía de sus ojos con fuerza y la impregnaba toda para que se sintiera segura. Cuando volvió a la iglesia más pequeña de Las Santas para oír el ritmo de paz de su sangre, para sentirse amada, para saber de su propósito en la vida, para sentirse limpia, porque ya las sombras le eran ajenas, porque no consentiría más las penas, otra vez las lágrimas brotaron, otra vez la inundó el aroma a dalia. Miraba a uno y a otro lado, nerviosa, con ansia de una respuesta, entonces sucedió que al mirar hacia el altar vio junto al Libro Santo una dalia. ¡Sí! Las Santas era un lugar para quedarse, había buena tierra, gruesa, oscura, seguro que las dalias crecerían con fuerza y su perfume envolvería a toda la ciudad. |
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