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miércoles, 26 de agosto de 2015

LA CASA

Le gustaba vivir en aquella casa grande, desvastada por los años, al pie de una colina, cerquita del mar.
Durante el día se sentía viva, libre, pero cuando llegaba la noche la casa quedaba a la deriva, entonces Belinda Naos dormía en el techo sobre las tejas torturadas por el sol y el aire, por la lluvia y los vendavales otoñales.
En ocasiones esa soledad hiriente le hacía mirar para uno y otro lado como buscando a alguien. Por instantes se sentía desesperada, agitada. Miraba la casa despacio, como acariciándola o dándole arañazos. Tantos años deseándola, no por egoísmo ni por ese absurdo sentimiento de posesión sino por esa emoción guardada como un tesoro, indescriptible que sintió la primera vez que entró en ella y
supo  que quería habitarla, aunque dicen que son las casas  las que eligen a sus habitantes.
A Belinda Naos le gustaba todo de aquella casa, solo que el mar se lo había inventado. Allí no había mar, ni arena ni olas, ni lunas radiantes y las colinas se veían a lo lejos.
Las calles anchas llenas de árboles eran el atributo más desafiante de aquel lugar.
La casa verde en la utopía, era roja en la realidad. Las rosas chinas rojas del jardín. La chimenea sin usar en una sala grande, cuadrada y fria como una morgue, los suelos de mármol color vainilla. Las habitaciones oscuras, la cocina rara, como si no perteneciera a la casa; más atrás un espacio abierto con más luz que llevaba a otra calle con más silencio desde donde se divisaba la gran pantalla de un cine de verano exhibiendo películas eróticas en blanco y negro que a Belinda le gustaba ver furtivamente.
La casa que no eligió a Belinda Naos tenía que superar un karma por eso la maltrataron, la hicieron presa, le cerraron el camino hacia el cine de verano y en el jardín ya no hay rosas chinas rojas. 
 

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