Genoveva Llanos estudiaba Medicina, en la cabecera de la cama tenía un esqueleto. Cuando por las noches no podía dormir, estiraba las manos y a tientas nombraba los huesos y los músculos, así fue como aprendió a desarrollar su intuición.
Genoveva era ancha, rotunda, de estatura baja, la piel morena, los ojos húmedos y profundos con ese brillo especial que le incitaba a ver mas allá. La sonrisa perfecta con un ápice de ironía que la hacía divertida pero observadora.
Le gustaba vivir de noche, estudiar de noche, divertirse de noche.
Se dio cuenta que su intuición iba en aumento cuando miró fijamente a la espalda de un hombre que le gustaba. Él se volvió y se encontró con los ojos de Genoveva.
Estudió el tarot antropológico para ayudar a los pacientes en un futuro, mientras tanto solventaba las cuotas universitarias con sesiones de tarot convencional que sus amigos y vecinos le pagaban.
A Genoveva le gustaba ir al campo de madrugada y oir el zig-zag de los machetes cuando los hombres trabajaban escondidos acechando a las cañas de azúcar maduras, ya.
Su figura redonda y morena se movía con soltura por las calles verdes de los cañaverales hasta llegar al límite de aquella tierra fragante por los cítricos y el dulzor de las cañas. En aquel lugar al que sólo ella sabía llegar, se desnudaba, purificaba su cuerpo con la tierra y luego lo secaba poco a poco con el sol naciente, espléndido, virginal.
De regreso, caminaba despacio, descalza, a ratos cabizbaja componiendo libertades en su interior. Al paso de una Ermita, descansaba y le confiaba a la Virgen allí presente sus ansias. Se lavaba las manos con agua bendita y se hacía la señal de la cruz.
Genoveva deseaba casarse con un vestido blanco y verde, adornar la Ermita con hojas de caña y que al salir le lanzaran azúcar, en vez de arroz o pétalos de rosas, así su matrimonio tendría asegurada la dulzura de la felicidad.
Agarrada a sus pensamientos iba, cuando sus ojos empezaron a destilar intuición pasional que consistía en fijar la mirada en un punto de la lejanía entre las nubes blancas y la escarcha del amanecer. Oía firmes pisadas en la tierra oscura, caminaba como loca en busca de las huellas que se le acercaban en medio del dulzor pegajoso del azúcar, en medio de la nube gris y negra que dibujaban los trapiches. Genoveva seguía el ritmo del sonido de los machetes con la mirada puesta en el infinito de aquel paisaje acaparador, único, convirtiéndola en la mujer que realmente era, decidida, inteligente, llena de erotismo, convencida del poder de su intuición.
Lo esbelto de los cañaverales, el sonido de los machetes iban quedando atrás, lejanos, cuando vio a aquel hombre embutido en un traje azul rústico, sucio, botas para el agua hasta las rodillas, un pasamontañas que dejaba ver unos ojos del color de la melaza, las manos cubiertas por guantes impenetrables y ese olor corporal indefinido.
Genoveva LLanos abrió los brazos en señal de bienvenida.
¡Si!, sería médico, investigaría sobre el tarot antropológico, pero lo más grande sería casarse en la Ermita inundada de amor y azúcar.