Los días nublados, Adelita no llevaba sombrero porque sus ojos le iluminaban el sendero hacia las montañas, hacia el límite con el cielo, hacia la medianía con las nubes...
Adelita Yacuiba abría allí la cerradura de sus emociones, de sus sentimientos más grandes, de su amor por el mundo. Ese era su secreto. Solamente lo gritaba cuando sus ojos del color de la amatista resplandecían. Gritaba tan fuerte que casi se quedaba sin aire, jadeando aceleradamente.
El eco de su grito rebotaba en el infinito y se hundía tierra abajo clamando amor, deseando justicia, aborreciendo la caridad, hermana de la falsa concordia agitada por los usurpadores del bien, los conquistadores de la codicia, los atropelladores de la sensibilidad humana, de las raíces, de los colores...
Adelita, allí arriba saboreaba trozos de cielo, lamía el suelo de la montaña, volvía a gritar y vomitaba su secreto al sembradío de nubes, a las celdas de la tierra...¡Amor! ¡Amor!, y bajaba henchida de luz, golosa de amor, y subía y bajaba...
La pava del monte la llamaban algunos cuando la veían cruzar corriendo con angustia, o mirando despacio aquí y allá, entreteniéndose con placer, dibujando a cada paso el eco de su luz...
¡Adelita! le gritaban burlándose. No hacía caso, seguía atenta a sus pasos, rauda para llegar a lo más alto de las montañas, donde la unión de la naturaleza era sublime. Trepaba las laderas con fascinación, con desespero, con esperanza. Impaciente. Ansiosa por volver a gritar su secreto, jadeante por sentirlo otra vez ir y venir entre las puertas celestes y las rejas estrechas. ¡Amor! ¡Amor! ¡Amor!
Adelita Yacuiba, la pava del monte, la de los ojos color de la amatista, la de la piel marrón chocolate y húmeda.
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