Liberto Tiveli tenía una especial manera de ser tanto para lo que se calificaba como bueno, como para lo que se dudaba si era malo.
Había empezado a tener experiencias sexuales muy joven, pero nunca había estado realmente enamorado. El apego que sentía por si mismo lo apartaba del verdadero sentimiento del amor.
Todos los días realizaba el camino hacia el trabajo arriba de un ciclomotor de los años sesenta, que él mismo había pintado y repintado de amarillo y verde y se las había ingeniado para colocarle un pequeño toldo que le resguardara del sol recalcitrante y de la enojosa lluvia. Y es que Liberto protestaba por todo, era superticioso hasta el punto de que no repetía modelo ni color de calzoncillos en un mes, porque según él sus proyectos no avanzaban. Otra manía era lavarse los pies antes de entrar en la casa, peinarse dando la espalda al espejo del baño para luego mirarse de cuerpo entero en el de la puerta de la cocina, donde había puesto uno de grandes dimensiones para que se reflejaran los alimentos, que según él decía, atraía la abundancia.
Liberto Tiveli, era aún joven para algunos quehaceres de la vida, pero la madurez, empezaba a asomar su vaivén. Ensimismado en ese pensamiento, cruzó el jardín tocando con las dos manos el único árbol de tronco grueso y añejo. Salió presuroso en su ciclomotor verde y amarillo, seguía cavilando en esa madurez... Otra vez con las superticiones. Paró el ciclomotor y empezó a correr por las calles vacías, su corazón latía con fuerza, debía hacer algo -pensó- no consentiría que esa madurez le alcanzara. Se rodearía de cosas bellas, sus amigos serían todos jóvenes, empezaría a leer cuentos para niños... El ego perseguía a Liberto de forma destructora.
Volvió a su casa desanimado, pero dispuesto a reflexionar. No sabía por donde empezar, se miró en el espejo de la cocina, las grandes zancadas tragaron los escalones que llevaban a la parte alta de la casa y en el espejo del baño se miró de frente abriendo los ojos y la boca al mismo tiempo, estiró los brazos, se miró de perfil y descubrió la nariz mas afilada y recordó que su abuela solía decir que cuando eso pasa, es que los siglos van cayendo encima. Liberto se horrorizó, empezó a hacer muecas...
La luz del día golpeó en su ventana, su compañera dormía, se levantó despacio, se miró en el espejo y se sintió feliz.